Diciembre, 1998. Era el último paseo de curso con mis compañeras de colegio. Había una mezcla de alegría, nostalgia, sinceridad, temor. Era de noche y me sentía sola. Mis mejores amigas estaban arreglando rollos con otras compañeras y el resto estaba carreteando. Me subí a un resbalín (¿así se llama?) que estaba cerca de la piscina del lugar. Estaba triste porque me di cuenta de que estaba sola y que a partir de poco tiempo más dejaría de ver todos los días a mis compañeras. Tenía miedo, porque no sabía qué iba a pasar más adelante… No tenía seguridad de nada.
Estábamos en Maintencillo, en unas cabañas que ya eran destino tradicional de nuestros paseos. Y ahí estaba yo, arriba de esos juegos infantiles, en medio de la oscuridad, cuando llegó un auto con una familia a una de las cabañas. Desde mi sitial veía cómo los padres sacaban sus maletas del auto y los hijos los ayudaban. De pronto, uno de ellos vio hacia donde yo estaba y se acercó.
Era un joven como de mi edad (17 años) y nunca le vi la cara, porque estaba oscuro y se encontraba a contraluz. Empezó a preguntarme por qué estaba ahí sola y no sé por qué le conté todos mis temores, todo lo que sentía: mi soledad porque mis amigas no me pescaban, mi miedo a lo desconocido, mi pena por salir del colegio. Y sin decirme mucho, me consoló. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos hablando ni tampoco de qué conversamos. Sólo recuerdo la tranquilidad que sentí, la seguridad que me transmitió, la paz que me rodeó.
De repente llegaron mis amigas y el muchacho se fue. Nunca le pregunté el nombre ni él a mí. Al día siguiente, me acerco a la cabaña donde se suponía iba a estar… y no había nadie. Empecé a creer que quizás había soñado el encuentro, pero lo recordaba tan real, que no pude pensar otra cosa más que esa noche me había encontrado con mi ángel de la guarda.
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Wow... no tenía idea.
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