En un mes cumplo dos años de trabajo, buenos años, buena experiencia. En dos meses cumplo años y aún tengo metas por cumplir. Hubo algunas que definitivamente no las realicé, otras que todavía puedo hacer o por lo menos remediar. Aún me queda tiempo. Lo que más tengo es tiempo, sólo tengo que atreverme. Vuelvo de nuevo (aunque sea redundante) a mis veinticinco. Son sólo veinticinco. Soy joven, no tengo hijos que me amarren, sólo un trabajo que no quiero que se transforme en mi vida. Me gustan otras cosas, quiero hacer otras cosas, quiero tener planes apasionantes, experiencias iluminadoras, ser dueña de mi vida.
No quiero ser siempre la que se queda, la que espera, la que se alegra de triunfos ajenos, de alegrías ajenas. Quiero saber qué se siente que te esperen, qué significa lograr algo por ti, algo difícil. Quiero atreverme. No me basta con sentir que en mi trabajo me valoran, cumplir con el cierre, dar buenos temas... Sé lo que valgo, pero no he hecho nada que lo demuestre. Hacer, no ser. El ser, no parecer, ya lo he logrado.
Es domingo en la noche del penúltimo mes del año y estoy cansada. Cansada de ser yo la que siempre valore mis triunfos, estar pendiente siempre de lo que necesito y ser la que lo dice. No sé si tenga una capacidad especial o qué, pero ya me cansé de estar pendiente de qué necesita el resto, qué quiere el resto, al mismo tiempo de informarle a los demás qué quiero y necesito yo.
Sé que no saco nada con enojarme. No me gusta enojarme, pero el enojo, la rabia, es un buen disfraz para la pena. Prefiero estar enojada que triste. Es más cool, más duro. Uno puede pedir perdón por tener una rabieta, pero no sirve arrepentirse de una lágrima.
El perdón no corre para la pena.